DOS AÑOS DE PANDEMIA EN COLOMBIA. ¿Más grave el remedio que la enfermedad? (Primera entrega)

Esta primera entrega, es un apretado resumen de lo ocurrido durante estos meses de pandemia vistos con el lente de un docente de derecho constitucional, con el que se quiere resaltar el importante papel de los abogados en la defensa de nuestro Estado social, democrático y constitucional, en la protección de los derechos fundamentales y en la construcción de tejido social.

Para dar respuesta a la presencia del virus C-19 en Colombia, hoy, hace dos años, se declaró mediante el decreto 417, el Estado de Emergencia económica, Social y Ecológica. Al día siguiente, se expidió el decreto 418 para reglamentar la creación de normas dirigidas a la regulación del orden público. El propósito era concentrar en el Presidente de la República la competencia para la expedición de esas normas, exigiendo a los gobernadores y alcaldes, bajo la advertencia de ser sancionados, la coordinación en la adopción de toda medida.

Se desconocieron dos principios constitucionales: el de concurrencia y el de subsidiariedad, principio éste considerado el más importante en materia de distribución de competencias (Art. 288 C.P.). Para ser más claros, se utilizó el principio que más ayudaba a la concentración del poder y se ignoraron los principios que lo limitaban. Se advertía tempranamente una clara inconstitucionalidad que pronosticaba el inicio de una época difícil para nuestra democracia, representada por mayores facultades al ejecutivo, menos libertades individuales y débiles controles al ejercicio del poder.

Insistimos durante estos dos años que tan necesaria era una Unidad de Cuidados Intensivos para la vida, como la Constitución Política para la democracia; tan importante era el personal de la salud para la protección de la vida, como los abogados para la protección del Estado social de derecho. Gracias a la indiferencia o descuido de quienes debían ser los guardianes del Estado de derecho, fueron adoptadas medidas arbitrarias por irrazonables e ineficaces, se fragmentó nuestra democracia y se desconoció la dignidad humana.

Quiénes, si no eran los abogados, debían ser los llamados a defender el Estado de derecho, a contener el ejercicio arbitrario del poder, a solucionar las complejas tensiones entre el interés general y los derechos fundamentales, entre la vida como existencia y la vida digna, a desvelar las falacias argumentativas, a aplicar el test de razonabilidad, a fortalecer los mecanismos de solución de conflictos como herramienta para la reactivación económica, a reconstruir el tejido social, a fortalecer la administración de justicia, a defender los derechos de los trabajadores frente a la arbitraria exigencia del carné de vacunación, a defender el derecho a la protesta y la objeción de conciencia como una de sus principales expresiones. Puedo afectar el ego de algunos de mis colegas, pero es necesario expresar que durante estos dos años fue tímida, casi nula, la participación de los abogados en la protección del Estado social y constitucional de derecho, frente a lo que se puede calificar como el capítulo más absurdo de nuestra democracia, representado por la mayor violación de los derechos fundamentales nunca jamás vista.

 

Desde el inicio de la pandemia, se advirtió una de las más graves falacias o mentiras (afirmación que tiene la apariencia de verdad, por ejemplo, la permisión del alcohol o de la dosis personal de drogas, aumentará su consumo), denominada falacia de falso dilema (poner en contraste dos intereses ocultando una fricción mayor), empleada para justificar medidas arbitrarias. Explicamos: El dilema siempre se presentó entre la Vida y la Economía. En esa tensión, era lógico que ganara la vida y en nombre de su protección, se justificaron algunas medidas aparentemente necesarias; pero, en el fondo, desproporcionadas e ineficaces. El conflicto era más complejo, pero también sencillo de advertir: vida como existencia y vida digna, representada, por ejemplo, en el derecho al trabajo, al mínimo vital, a la protesta, a la locomoción, etc.

Existe el pleno convencimiento que de haberse asumido este segundo dilema entre la vida como existencia y la vida digna, la situación actual sería muy distinta. No se puede negar la la pandemia o menospreciar el dolor generado por la misma.  Pero, se insiste, tampoco se puede ocultar la mediocridad alimentada por un profundo miedo sembrado por los medios de comunicación y por un cuerpo médico poseedor de un amplio conocimiento científico, pero carente de formación frente a un concepto fundamental para el ser humano: la vida digna.

Los abogados permitimos que esa falacia evitara la protección de los más elementales presupuestos de la democracia como son el derecho a la vida digna, a la protesta, a la objeción de conciencia, entre otros. De aquella, de la vida digna, sólo se habló cuando Martha y Víctor, decidieron, gracias a la sentencia de la Corte Constitucional C-233 de 2021 poner punto final a una existencia indigna, o cuando la Corte Constitucional decidió que no hay delito de aborto hasta la semana 24 de gestación (sentencia C-055 de 2022).

 

 

En un texto titulado “Los muertos invisibles, el derecho a morir dignamente y la eventual muerte de la democracia. Tres muertes y una esperanza”, señalamos: “Es claro que desde hace más de dos meses convivimos con un dilema totalmente errado: se protege la vida o la economía. Se acordó, tácitamente y sin derecho al “voto en blanco” o a la objeción de conciencia, que debíamos proteger la vida a como diera lugar…Pareciera que por un asunto de moda, fueran más importantes las víctimas del C-19 que las generadas por un estado de depresión”. Advertir la mayor importancia de las muertes por Covid y olvidar las generadas por el narcotráfico, la violencia política, las bebidas gaseosas, las enfermedades mentales, etc., confirmarían las palabras de Saramago en su texto Las intermitencias de la muerte: “Es lógico, lo habitual es morir, y morir sólo es alarmante cuando las muertes se multiplican, en una guerra, una epidemia, por ejemplo. Es decir, cuando se salen de la rutina”.  

Durante estos dos años se han justificado las mayores arbitrariedades y las peores consecuencias, expresando “No sabíamos a lo que nos enfrentábamos”. Es cierto, pero esa justificación pronto se convirtió en el escudo para defender la mayor negligencia, imprevisión y mediocridad. Esa excusa se alimentó por el temor a la muerte, promovido por los medios de comunicación, que con apoyo en morbosas escenas incitaron a sobreponer la vida como existencia a la vida digna. Pasamos por una época en la que el pánico a la muerte generó una parálisis que no nos permitió reaccionar ni pensar en la proporcionalidad de las medidas, la eficacia de las mismas y sus consecuencias. Vimos medidas ineficaces que representaban más un ánimo por exhibir poder, que por proteger el Estado social de derecho (distanciamiento en el ascensor, distanciamiento entre vehículos, toma de temperatura para el acceso a establecimientos, etc.)

El miedo no permitió tener una perspectiva distinta frente al problema. Se olvidó que el miedo genera en los ciudadanos incapacidad para controlar el ejercicio del poder y, en consecuencia, mayor margen de actuación de su titular. Bastaban pocas semanas de la presencia del virus en Colombia para advertir que el remedio podría ser más grave que la enfermedad. Así fue. En una sociedad profundamente inequitativa, con una economía débil y altas tasas de informalidad laboral, las medidas anticovid no podían ser las mismas a las adoptadas en países con menos problemas sociales y economías sólidas. Fue absurdo advertir la implementación de acciones que desconocían radicalmente la realidad socioeconómica del país. Se copiaron estrategias, que es lo más sencillo y, a la vez, mediocre. El Estado y la sociedad reaccionaron como el bombero inexperto que se dedica a apagar un incendio de combustible con agua, pero al ver que el incendio aumenta, sigue insistiendo.

Algunas de las medidas adoptadas para evitar la muerte, hoy, solo generan risa. En su momento reflejaron la arbitrariedad del poder y el desconocimiento de la dignidad humana. Recordemos el plan de reactivación económica para los moteles: la toma de temperatura, (como si no se llegara siempre con la más alta), el registro de los usuarios (quizá para hacer el cerco epidemiológico a la moza o el mozo), el pico y cédula (a la difícil tarea de sincronizar dos seres humanos, se sumaba la compatibilidad en las cédulas), la limitación del número de personas por habitación (se restringió el poliamor), el distanciamiento entre habitaciones, la limpieza de las llantas de los vehículos y zonas de aislamiento), sin olvidar las recomendaciones para hacer el amor durante la pandemia como el lavado frecuente de manos.

Pasados dos años, la “evaluación popular” se puede resumir en una sencilla frase: “fue peor el remedio que la enfermedad”. Los daños a la salud mental, el deterioro de las condiciones de vida digna, el debilitamiento de la democracia, la afectación de la calidad de la educación, el aumento de los índices de inequidad social, el incremento de la inseguridad, entre otras consecuencias, soportan esa valoración.  ¿Era posible precaver esas consecuencias? Claro que sí.

 

 

Todo el daño ocasionado era previsible. La decisión acerca del daño menor debió ser adoptada por el pueblo, quien, en últimas, sufre sus consecuencias, no por sus representantes a quienes nadie les exigirá responsabilidad. Durante toda la pandemia se acudió a la compleja cláusula de la prevalencia del interés general sobre el particular y, con fundamento en ella, se adoptaron las medidas más arbitrarias y lesivas de derechos fundamentales. En muy poco tiempo, la promesa de ser solidarios y empáticos se olvidó al considerar indisciplinados y “bombas biológicas” a quienes atiborraban los medios de transporte por el deseo de cumplir con los horarios de un trabajo necesario para la subsistencia propia y la de sus familias.

 

¿Qué actitud asumió la función jurisdiccional en el control al ejercicio del poder y la protección de los derechos fundamentales durante la pandemia? Fue claramente tímida.  Estas son las razones: a. El abuso en el uso de la denominada cláusula de la prevalencia del interés general para denegar la protección de los derechos fundamentales, b El abandono del test de proporcionalidad al momento de resolver las tensiones entre ese interés general y los derechos fundamentales, c. La confusión del daño consumado con el hecho superado para evitar la expedición de sentencias que evitaran violaciones futuras a los derechos fundamentales; d. El desconocimiento del derecho a la dignidad humana; y, finalmente, la limitación del derecho a la protesta. Fue un amplio número de sentencias de tutela que pusieron en evidencia más la condición de notarios que de contralores de las garantías constitucionales. 

No es posible ocultar el momento de mayor desencanto que confirmaba las peores preocupaciones. La gota que derramó la copa. La decisión de la Corte Constitucional de declarar exequible el Decreto 546 de abril 14 de 2020, que confería la libertad transitoria a personas privadas de la libertad mayores de 60 años, con preexistencias o comorbilidades (el Centro Colombiano de Estudios Constitucionales presentó una intervención ciudadana solicitando la inexequibilidad con un escrito que pueden encontrar en www.cecec.co). Dos fueron las razones de ese desencanto: a. No se distinguió entre personas con medida de aseguramiento privativa de la libertad (amparadas por la garantía de la presunción de inocencia) y personas condenadas (el Estado logró desvirtuar esa presunción de inocencia); b. El beneficio, dirigido a proteger la vida, se debió otorgar a todas las personas, pero se exceptuaron, por ejemplo, aquellas que cometieron delitos contra el patrimonio o la administración pública como el hurto, el abigeato, celebración de contratos sin el cumplimiento de los requisitos legales, prevaricato, entre otros. Esto es, se consideró más importante la protección del patrimonio o la moralidad administrativa, que la vida. La Corte cerró la posibilidad de que los jueces de control de garantías aplicaran la excepción de inconstitucionalidad.

Con esta primera reflexión, buscamos advertir la necesidad de realizar un análisis de estos dos años de pandemia desde la perspectiva del derecho constitucional, reconociendo la importancia de los abogados en la defensa del Estado social, democrático y constitucional de derecho. Finalizo este video escuchando las nuevas noticias: la presencia de la variante deltacron. Que ocurra lo que haya de ocurrir, pero, ante todo, que no repitamos los mismos errores. ¡Muchas gracias!


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