CRISIS DE LA FORMACIÓN JURIDICA. El letargo de las facultades de Derecho.

Debo agradecer la invitación de este importante medio a escribir sobre la acción constitucional que permitió la adopción para parejas del mismo sexo como mecanismo de protección del interés prevalente del menor representado en su derecho fundamental a tener una familia. Hablaré de ello no sin antes expresar alguna reflexión acerca de una de las principales razones que motivaron su instauración y que, por compleja e imperceptible, merece mención: la crisis de la formación jurídica.
Dieciocho años en la docencia fueron suficientes para conocer algunos de los recodos más desconocidos e inimaginados de la academia, en los que la búsqueda de una ciencia puesta al servicio de la sociedad, se cruza con los ánimos más fútiles como la promoción de intereses particulares mediante vergonzantes proselitismos políticos, con la burocratización del conocimiento que lleva a la supresión de lo importante para dar paso a lo urgente, con una exagerada formalización tanto del derecho como de los procesos de enseñanza, con la mercantilización salvaje del derecho a la educación.
Ellas son, entre otras, circunstancias que sin duda afectan, no solo la libertad de cátedra, sino que laceran las más sensibles fibras sociales y los más firmes cimientos democráticos. Todas me llevaron (también le habría ocurrido a cualquier docente comprometido con su misión), a concluir que las facultades de derecho, en términos generales, no han estado a la altura de los retos que se ciernen sobre una sociedad en crisis y, prácticamente, se han dedicado a delegar en algunas corporaciones, fundaciones u organizaciones no gubernamentales, la labor esencial de generación de conciencia social.
Las conocidas en nuestras universidades como “ciencias humanas”, dan la espalda a la humanidad. La realidad social que les sirve de sustento es cada vez más desconocida y todo ello ocurre bajo la indiferencia de cierta concepción de academia que se conforma con publicar en revistas indexadas, con formar para la obediencia ciega del texto de la norma y con cumplir de manera engañosa con los parámetros mínimos de calidad. Se vive una real civilización académica del espectáculo. La universidad, siempre generalizando, no está cumpliendo con sus propósitos de ser gestora del cambio. No funge de centro de pensamiento del cual brote el conocimiento necesario que requieren los ciudadanos para la adopción de las mejores decisiones que ayuden a la transformación social y al fortalecimiento de la democracia. Basta un ejemplo frente a un tema de inusitado interés nacional: la inactividad de la academia en el análisis de los mecanismos de contención de los efectos lesivos de los derechos humanos del pueblo raizal de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, generados por el fallo de la Corte Internacional de Justicia de la Haya en el conflicto con Nicaragua. Aún hay demasiado por hacer.
La acción presentada ante la Corte Constitucional dirigida a permitir la adopción para parejas del mismo sexo, como uno de los medios para proteger el interés prevalente del menor representado en su derecho fundamental a tener una familia, fue el resultado de una preocupación por advertir la grave crisis de las ciencias sociales promovida por las mismas facultades de derecho que por atender a lo urgente y prestar más atención a los textos que a los contextos, ha descuidado la esencia de su misión: poner el Derecho al servicio de la sociedad. Mientras la sociedad está ávida de justicia, se observa una profunda crisis de su administración. Los diagnósticos sobre sus causas olvidan una de las principales: la pérdida de rigor en los procesos de formación integral de los profesionales. impartida por las universidades encargadas de formar a los futuros administradores de justicia. El problema no está tanto en los jueces ni en los abogados, sino en las universidades que los forman.
Durante largos años de docencia y ejercicio de la profesión como litigante, he tenido la fortuna de compartir con muchos jueces. A través de ellos se advierte que en las facultades se imparte un currículo y una noción de derecho propios del siglo XIX. En su razonamiento se hace notoria la defensa de una seguridad jurídica ajena al Estado social de derecho, una noción de norma que se reduce a las reglas y descuida los principios jurídicos que le sirven de fundamento, una interpretación aún soportada en las directivas del Código Civil suministradas a finales del Siglo XIX, y una precaria concepción de las fuentes del derecho, en especial, del precedente judicial y su relación con la autonomía del juez.

La crisis del razonamiento jurídico hace Imposible olvidar un ejemplo lamentable. La reacción del Tribunal Superior de Medellín frente a la acertada y novedosa aplicación de la excepción de prevalencia principial o también llamada “excepción de principialidad” en un caso en el que el juez se apartó del precedente de la Corte Constitucional (que es general, abstracto e impersonal) para dar prevalencia a un principio rector –la igualdad- que sería violado de ser aplicado ese precedente. Señala el Tribunal que la argumentación del Juez de primera instancia es “extravagante y confusa”, “evidentemente deleznable” y “un verdadero sinsentido jurídico” y recuerda que las decisiones judiciales no son “para crear exóticas teorías que van en abierta contravía con nuestro ordenamiento jurídico”. El resultado final fue, además de la innecesaria afectación a la dignidad del sapiente, valeroso y justo Juez Nicolás Alberto Molina Atehortúa, la violación de un principio, el desconocimiento de su carácter prevalente, la afectación grave a la autonomía judicial, el desconocimiento del poder vinculante del precedente y, lo que más debe preocupar en una sociedad con una grave crisis penitenciaria y que olvida la dignidad de las personas sometidas al sistema carcelario, el aumento de una pena privativa de la libertad en 33 meses. Finalmente, no se pueden dejar de lado los innumerables casos en los que por temor a un prevaricato en la aplicación del texto de la ley, se cometen las más graves arbitrariedades en nombre de una hipócrita defensa de la justicia.
Es urgente promover cambios sustanciales en el razonamiento jurídico. Es necesario más principios jurídicos que reglas estatales. En mi condición de estudiante, litigante, docente, investigador, autor de textos de principialística, debo denunciar la reticencia al cambio por parte de muchas facultades de derecho, así como la tozudez de algunos académicos que persisten en enseñar lo que quieren, por encima de lo que la sociedad requiere. El constituyente fue claro al señalar el papel de los principios jurídicos como criterios de validez material, la jurisprudencia es cada vez más enfática al destacar su importancia, el mismo legislador les otorga el carácter de normas prevalentes, pero la academia no ha ajustado sus currículos a pesar de haber transcurrido casi 25 años de la que parece ser, todavía en razón a su desconocimiento, una nueva Constitución Política.
La acción presentada ante la Corte Constitucional con el importante apoyo de un inquieto grupo de estudiantes fue consecuencia de esa crisis en la formación jurídica. Solo la sumatoria de esfuerzos individuales y un claro compromiso social permitió al grupo de trabajo alcanzar tan significativo logro. Estoy seguro que este resultado, representado en un importante cambio social, nunca se hubiera gestado a la luz de los rigurosos parámetros establecidos para los procesos de investigación, como tampoco a través de los más sesudos artículos empleados generalmente para dos cosas: alcanzar el escalafonamiento de los docentes y “cumplir” con estándares de calidad. Se olvida que esos escritos no son leídos por quienes deben ser los reales beneficiarios: los estudiantes, los jueces y la sociedad, y que es casi nulo el impacto social que generan. Que no se entienda lo anterior como un ataque a la investigación, ni menos a los colegas dedicados a la ardua y menospreciada labor de escritura, sino como una crítica a las instituciones que los instrumentalizan.

El fin principal de la acción fue claro y se representa como las dos caras de una moneda: promover la protección del derecho fundamental de los niños a tener una familia y la igualdad entre parejas homosexuales y heterosexuales. Los argumentos principales de la acción estaban a tiro de pájaro. Si para la sociedad colombiana es tan importante la protección de los niños, si el derecho a tener una familia es fundamental (Art. 44 de la C.P.), si los instrumentos internacionales exigen su protección sin importar consideraciones como el género de los padres (Convención sobre los derechos del niño incorporada mediante la Ley 12 de 1991 ), si se debe promover el derecho fundamental a la igualdad (art. 13 C.P.), deben ser implementadas políticas públicas dirigidas a la promoción de la adopción y erradicación de la orfandad en Colombia. La tarea no finalizó con la sentencia. Ahora viene su defensa frente a los intentos irresponsables de quienes desean persuadir a las mayorías desinformadas, de la necesidad de imponer su voluntad en detrimento de los derechos fundamentales de los niños. 

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