LOS DERECHOS A NO VIVIR INDIGNAMENTE Y A MORIR DIGNAMENTE

 

Desde la sentencia C-239 de 1997, la Corte Constitucional afirmó que el derecho a vivir dignamente, implica el derecho a morir dignamente. No obstante, es posible advertir, con relativa facilidad, que ha sido mayor la importancia que se le ha prestado a la muerte digna que a la vida digna. Durante estos diecinueve meses de pandemia ha sido la muerte, no la vida, la que nos ha convocado a hablar de dignidad. Es más intenso el debate alrededor de las condiciones para morir dignamente, que el relacionado con las condiciones para vivir dignamente. Se habla más de la muerte digna que de su correlativo derecho a la vida digna. La racionalidad parece brillar cuanto más cerca está la muerte. En síntesis, parece tener más fuerza la muerte que la vida.

Como crítica al eufemismo “toques de queda por la vida”, citamos en su momento las palabras de la Corte Constitucional sobre la eutanasia, las que fueron olvidadas durante la pandemia y solo cobran vigencia cuando hablamos de la muerte: “El derecho a la vida no puede reducirse a la mera subsistencia, sino que implica el vivir adecuadamente en condiciones de dignidad…El deber del Estado de proteger la vida debe ser entonces compatible con el respeto a la dignidad humana y al libre desarrollo de la personalidad” (sentencia C-239 de 1997).

La dignidad humana se concreta en el derecho a la libertad en tres niveles: moral, político y físico. Moral, para decidir un plan de vida; político, para protestar, participar, elegir y ser elegido; físico, para ejercer el derecho a la locomoción. No es posible concebir la dignidad, sin la libertad de autodeterminarse, sin posibilidad de elección o sin posibilidad de decidir dónde estar. El reto está en tratar de armonizar cada una de esas expresiones en la medida que, en conjunto, forman parte de la dignidad humana. Este es, quizá, el gran mérito de la sentencia C-233 de 2021 resultado de una acción instaurada por dos grandes defensores de la libertad individual: humanizar el fin de la existencia humana, otorgando el derecho a cada persona de determinar hasta donde puede resistir el dolor generado por una lesión corporal o enfermedad grave e incurable.

La eutanasia revive un debate fundamental para la democracia que durante la pandemia no fue asumido con profundidad: la dignidad de la persona y, por supuesto, sus límites, siendo el principal, la no afectación de los derechos de los demás. En nombre de la protección de la vida como existencia física o biológica, se adoptaron algunas medidas que fueron claramente atentatorias de la dignidad humana (recuérdese el importante caso de la rebelión de las canas). Durante la pandemia se olvidó que la vida digna se desarrolla en tres dimensiones: la posibilidad de diseñar un plan de vida, el acceso a condiciones mínimas para el buen vivir y la integridad moral o el derecho a vivir libre de humillaciones.

En nombre de la vida como existencia, se justificó una de las más grandes falacias que debilitaron nuestra democracia: la falsa tensión “Vida versus Economía”. Sin duda, algo distinto habría podido ocurrir si el conflicto se hubiese planteado entre la vida física y la vida digna, representada, por ejemplo, en el derecho fundamental al mínimo vital. Hoy, aumentan las voces que expresan que fue más grave el remedio que la enfermedad.

Un análisis breve de lo que ha sido la pandemia permite afirmar que hemos vivido uno de los momentos más amargos y difíciles para la democracia, inconscientemente promovidos por representantes del sector de la salud. Reconociendo su esfuerzo frente a la protección de la vida como existencia, se debe advertir que fueron pocas las voces de médicos y epidemiólogos interesados en el tema de la vida digna. El descuido de la vida digna degeneró en irresponsabilidad o ausencia de empatía. El reciente caso de Martha Sepúlveda parece confirmarlo.

Con fundamento en argumentos científicos o médicos se promovió el encierro, pero con hambre. La decisión entre la vida como existencia o la vida digna, así como el riesgo de ser una de las tres personas fallecidas, entre cien contagiadas, o la eventual renuncia a una UCI a cambio de vivir con dignidad, ha debido ser, en coherencia con el derecho a la vida digna, del dominio de cada persona, siempre, se insiste, evitando afectar los derechos de los demás. Hace algunos meses señalamos “La existencia de una UCI no garantiza la conservación de la vida. La imposibilidad de protestar o la pérdida del empleo, si aseguran la afectación de la vida digna”. La indisciplina social ha sido el principal argumento en contra de la protección de la vida digna. Sin duda es válido, pero se ha debido abordar con mayor rigor a efectos de diferenciarlo de la necesidad de subsistir y la libertad como parte de la dignidad humana.

Inquieto por la posición del personal de la salud, indagué un poco por el conocimiento del concepto de vida digna a través de dos preguntas: 1. ¿Qué opinan de la vida digna? 2. ¿En la universidad, recibieron formación o información en relación al sentido de la vida digna? Las respuestas están lejos de lograr un consenso. Deseo resaltar dos ideas: recibieron poca información acerca de la vida digna debido al carácter confesional de la institución universitaria o a la posición moral o religiosa del docente. Esto ha motivado un permanente llamado durante la pandemia a que el tema de la vida se aborde con mayor profundidad y, en ocasiones, humildad por parte del personal médico. Es claro que el tema de la muerte digna desborda los límites de la cientificidad que acompaña el ejercicio de la medicina.

Una aproximación al tema de la eutanasia y, en general, al de la vida digna, exige el reconocimiento del derecho de libertad y, por supuesto, un análisis de sus límites. El conocimiento de algunas personas que optan por la eutanasia, exige advertir que cada historia es absolutamente distinta, la capacidad de resiliencia frente al dolor es diversa, lo que hace imposible exigir la postergación de su decisión de dejar de vivir indignamente. Pueden existir motivos morales, religiosos o psicológicos en contra de la eutanasia, todos respetables, pero ninguno de ellos con la entidad suficiente como para justificar la imposición a una persona de la obligación de prolongar su existencia bajo un sufrimiento que no puede soportar. La desprotección de la vida digna sirvió de fundamento a la objeción de conciencia “a la colombiana” como única herramienta de defensa del ciudadano frente a medidas claramente desproporcionadas o ineficientes.

En conclusión, la defensa de la libertad individual como parte de la dignidad humana, se erige en el principal bastión que debemos proteger en una democracia erosionada por un miedo disfrazado de interés general. Sin duda, a la par de la pedagogía frente a la decisión de morir dignamente, debe estar la pedagogía dirigida a reducir el temor a la muerte como obstáculo para vivir dignamente. Tanto debemos pensar en el bien morir como en el bien vivir. La discusión acerca de la eutanasia va más allá de la libertad de decidir cómo morir dignamente, nos permite recordar la importancia de proteger las libertades individuales, así como el derecho a vivir dignamente.

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